Estuve unos días ausente y yendo al norte, traté de perderlo. Es un decir: perder el norte equivale, en mi caso, a olvidarme de la actualidad. Cuando dejé este país, o Estado, o la Península, la prima de riesgo estaba por las nubes, España en el punto de mira, el euro en peligro cierto, se acababa de producir una nueva tanda de recortes (esta vez desde Madrid), y en general seguíamos sin ponernos de acuerdo en casi nada. Me fui al norte, como dije, esperando desnortarme. Y ahora que llego lo único que parece más relajado es la prima de riesgo, aunque nadie se fía. El resto sigue como estaba: en franca decadencia.

Me vino bien olvidarme durante un tiempo de tanta grisura. Y descubrí que a veces creemos perder el norte y lo ganamos, y que en la mayoría de ocasiones, creemos vivir con los pies en el suelo y estamos cabeza abajo, como los murciélagos. Quizá lo que llamamos sensatez no sea otra cosa que el despropósito.

He estado por el norte, efectivamente. Copenhague, Estocolmo, Helsinki, San Petersburgo, Tallin… Suena a crucero, ¿no es cierto? Y es que sí, por segunda vez en mi vida he estado de crucero. Nos gusta mucho, nos relaja, nos adormece, para justamente al día siguiente, cuando es día de llegada a un puerto, darnos la energía suficiente para bajar y disfrutar de una nueva ciudad interesante. Ya sé que el crucero remite a pijerío. Quizá sea hora de asumir que uno tiene un punto pijo y que tampoco pasa nada (tantos hay que no son capaces de asumir nunca nada porque resulta que ellos son perfectos). Quiero aclarar que mis cruceros no son los típicos de Vacaciones en el mar: no piso la discoteca, no voy al bingo ni al tremendo Casino que tienen casi todos estos barcos (donde por cierto, dejan fumar), no me pongo hecho un figurín la noche de la cena del capitán. No; sencillamente disfruto del mar, salgo por las noches a cubierta y me relajo contando estrellas (y tomando una copa de buen vino) mientras escucho el rumor de las olas que chocan contra la quilla. Leo mucho, en esas cafeterías que permiten ver el mar todo el rato. Y en esta ocasión me he bañado también en una piscina climatizada que se confundía casi con el horizonte marino. Y luego, claro, he pateado mucho por las calles encantadoras de esas ciudades tan diferentes.

Y he aprendido, creo. O me he dejado sorprender. En Copenhague, para asombro de los mediterráneos, todo el mundo va en bicicleta y casi nadie la ata: se limitan a dejarla en una esquina, para que no moleste, con la seguridad de que nadie va a robársela. En Estocolmo nadie grita: todos hablan bajo, con enorme respeto. Tallin es una ciudad medieval maravillosa: una pequeña Praga o un Brujas trasplantado al norte. A la altura de Helsinki y San Petersburgo pudimos disfrutar de la llamada “noche blanca”, fenómeno que no sé explicar bien pero que hace que la puesta se eternice, tras disfrutar de sol a las once de la noche.

También las costumbres llaman la atención. Los hijos son cuestión tanto de los padres como de las madres (no existe, o existe muy poco, este machismo hispano tan deplorable). Las bicicletas nórdicas son diferentes a las de aquí: tienen como un carrito delantero utilísimo tanto para llevar a los críos al cole como para trasladar las bolsas del mercado. No sé en la intimidad, pero la vida externa es enormemente educada, respetuosa con la diferencia, amable. Problemas los habrá, como en todas partes, que al final todos somos humanos, pero su grado de civismo es indiscutiblemente mayor que el nuestro. Y servidor eso lo agradece mucho.

También he visto lo negativo. Nunca vi una gente más desagradable que la rusa (y eso, os juro que ha sido una sorpresa). Cuando hablo de norte distingo perfectamente entre el envidiable norte democrático y civilizado y Rusia. Es triste decirlo pero creo que es una sensación que tuvimos la mayoría. Son gritones, adustos, poco amables. Te miran de reojo, sin fiarse. Indudablemente, ante la certeza de que de todo hay en todas partes, también los habrá encantadores, no hay duda. Pero su forma de comportarse y de dirigirse al otro es, por regla general, de un seco y acerado que espanta (incluso entre sus mismos conciudadanos, como demuestran las pobres Pussy Riot).

Como dije, la actualidad no la he seguido. Es ahora cuando me entero de este asunto de las cantantes rusas. Sigue estando prohibido meterse con el poder y con la Iglesia, ya sea en Rusia o en Torrelodones. O del pobre Assange, cuyo caso demuestra aproximadamente lo mismo (bravo por Correa). O las olas de calor que se han vivido por aquí (una de las cuales todavía se vive, y me tiene enfermo por el contraste). Allí no pasamos ni un solo día de los 22 grados. El jerseicillo se hacía imprescindible. Por todo, creo que por todo me gusta el norte. La única nota mala: el café. Americano, largo, sin sustancia ninguna. Pero era un mal fácilmente compensable por el barco, los paisajes, la comodidad del entorno, las ciudades encantadoras. Las vacaciones, en suma.