La historia sin duda más divertida del verano es la de Cecilia Giménez, la restauradora de Borja. Observando que el fresco de su Iglesia estaba cada día en peor estado se decidió a ponerle solución: agarró los pinceles, se ajustó las gafas del cerca y cometió un atropello artístico. Una noticia que sólo podía darse en España, o en Italia.

Evidentemente la anécdota se convirtió en trending topic, que es como decir que todo el mundo hablaba del asunto. No era para menos. Además de la ironía con que se ha comentado el tema se ha aprovechado para pontificar un poco: ya se sabe, no basta con las buenas intenciones en la vida, con ilusión no se va muy lejos si detrás no existe una base sólida en formación y en técnica. Ya sabemos que eso es cierto. Pero ante un mundo tan imperfecto habitado por gente que va de tan perfecta, el gesto de Cecilia me parece encantador: todos nos equivocamos pero es un regalo del cielo equivocarse con tanta gracia. (Apunte de urgencia. Os aconsejo el artículo de mi admirado Lorenzo Silva en El mundo sobre este tema: no se limita a glosar el asunto sino que da voz a la anciana).

Esta historia me ha recordado la de Florence Foster Jenkins, la que ha pasado a la historia como la peor soprano de la historia. El caso es ligeramente diferente. Mientras que Cecilia Giménez acometió el atropello llena de buenas intenciones y con mucha modestia, Florence estaba plenamente convencida de ser una gran cantante. Para ella, Mozart era pan comido. Daba conciertos en los que literalmente la gente se partía de risa. De hecho todo el mundo iba a reírse, como quien va a un show cómico. Le hicieron, incluso, un contrato discográfico. Ella estaba convencida de que todo ello, discos, actuaciones, era debido a su voz extraordinaria. Cuentan las crónicas que en una ocasión, yendo en taxi por NY, tuvo un serio accidente, tras el cual llegó Florence a la conclusión de que había subido una nota en su octava, por lo cual regaló una caja de costosísimos habanos al temerario conductor que la había estampado contra un escaparate. Un año antes de su muerte consiguió su mayor proeza: actuó, con lleno absoluto, ni más ni menos que en el Carnegie Hall de Nueva York, uno de los lugares de más prestigio de Manhattan. La gente fue a reírse un rato pero ella ni lo sospechó. Murió en 1945, convencida de ser una gran artista.

Os dejo una muestra de la voz de Florence, si podéis resistirla. Y mi deseo de que el arte os atrape, pero sin Cecilias ni Florencias de por medio.