Cuando en verano de 2007 estuve en Lisboa paseé, como mandan los cánones, por el Castelo observando desde aquella altura el Tejo, Alfama y el Chiado. De repente descubrí en un banco de piedra un poema escrito, grabado en la piedra. Lo leí y después, al volver a levantar la vista y contemplar los alrededores lo vi todo de otra forma, con una mirada diferente. Fue como si Sophia de Mello, que así se llamaba la poetisa que firmaba el poema, me acabase de aportar una nueva perspectiva. De repente todo era más bonito. Hice una fotografía al poema del banco para no olvidarlo, para tratar de buscarlo luego, no sé de qué manera.

Digo:
Lisboa
Quando atravesso – vinda do sul – o rio
E a cidade a que chego abre-se como se do seu nome nascesse
Abre-se e ergue-se em sua extensão nocturna
Em seu longo luzir de azul e rio
Em seu corpo amontoado de colinas.
(…)
Lisboa oscilando como uma grande barca
Lisboa cruelmente construída ao longo da sua própria ausência

Lisboa se acababa de convertir para mí en la ciudad cruelmente construída a lo largo de su propia ausencia. Quizá por eso me había parecido tan hermosa, tan triste. Quizá ahora se comprendía el fado. Gracias al poema acababa de redescubrir Lisboa desde la perspectiva que aporta la literatura a las cosas.

Al día siguiente entré en una librería, subiendo al Chiado. Se me cayó el alma a los pies al descubrir unos 30 volúmenes de Sophia de Mello. ¿Cómo localizar en ellos el poema que buscaba, del que no sabía, por cierto, ni siquiera el título? Tomé uno de los volúmenes al azar y, tras sentarme en el suelo, comencé a pasar páginas. Nada. Tomé el segundo y lo abrí por la mitad. Y leí: “Digo: Lisboa Quando atravesso – vinda do sul – o rio”. No me lo podía creer. Estaba claro que me estaba esperando: no sé si el libro, si el poema, si Sophia de Mello o si Lisboa. Pero estaba claro que me estaba esperando.