En parvulario fui a las monjas. Evoqué aquellos años en una lejana entrada en mi primer blog. Sor Coro, la entrañable monja que para darnos una bofetada se quitaba el anillo para hacernos menos daño, corrigió uno de mis dibujos y, al ver que había pintado el sol de color verde me advirtió:

– Está bien. Pero pinta el sol de amarillo.

Ya expliqué en aquella entrada en mi primer blog que las clases de sor Coro comenzaban siempre con un dictado (en realidad, una copia de la pizarra que hacíamos todos, sin distinción, de los tres a los cinco años, copiando aquellos trazos lo mismo que si ahora me hicieran copiar el alfabeto japonés). Tras la corrección sobre el color del sol volví a mi silla muy preocupado. ¿Amarillo, había dicho sor Coro? ¿Qué color era ese?

¿De qué forma tan natural un niño incorpora los idiomas? En casa hablábamos en catalán. Nunca escuché el castellano en casa. Lo oía en la tele, claro, pero no en nuestras conversaciones. Lo oía en la calle, pero no en casa. Esto, que para algunos sería un acto político, era sencillamente un acto natural. Cuando mis abuelas me decían “Passa  a dormir que demà has de matinar” no estaban pensando en términos políticos: me hablaban sencillamente como a ellas les habían hablado sus padres, como ellas habían hablado a sus hijos. Resultan inquietantes esas personas convencidas de que hablamos catalán para molestar a alguien. El uso cotidiano de un idioma es las familias es lo menos político que existe.

Es curioso el bilingüismo: asocias a cada persona una lengua y es casi imposible a esa persona hablarle en una lengua que no acostumbras. Si hablara en castellano con mi padre sería como estuviéramos haciendo teatro, pero del cómico. Si hablara en catalán a personas con las que uso el castellano, lo mismo. Algo definitorio es la primera lengua que usas con alguien: es como si condicionara a partir de ese momento vuestra relación. Hay personas catalanoparlantes con la que me comunico en castellano. Y otras que hablan castellano normalmente que, sin embargo, conmigo hablamos catalán. No lo pensamos, nos surge. Supongo que porque el idioma de la primera vez nos marcó. Y a mí me gusta que sea así.

Todo esto para justificar que como en casa no hablábamos castellano yo, a los tres años, no tenía ni idea de qué color era el amarillo. Ahora me digo, si no sabía qué color era amarillo, ¿cómo entendía el resto de cosas que me decía sor Coro? No lo sé. Supongo que cuando somos niños nuestro cerebro es como una esponja y aprendemos rápido. Pero en un proceso de aprendizaje siempre aparece la duda. A mí me surgió con ese color misterioso.

Borré el sol verde y tomé, vacilante, otro color de la caja. Creo que fue el azul. Cuando la monja observó el sol azul me miró severa:

– Te he dicho que el sol se pinta de amarillo…

Desde luego Sor Coro sabía poco de potenciar la creatividad infantil. Volví a mi sitio, vacilante, nervioso, y tomé otro color. Lo fácil hubiera sido decirle a la monja que no sabía cuál era el color amarillo. Pero no lo hice, quizá porque se presuponía que tenía que saber eso. Así que, vivamente preocupado, fui repasando la lista de colores. Al final tomé el rojo y pinté el sol. Con una vacilación espantosa.

Tendríais que haber visto a Sor Coro. Debió pensar que le estaba tomando el pelo. Posiblemente jamás había visto una insumisión semejante. No recuerdo que me pegara; sí que me gritó. La sensación, de nervios más que de miedo, persiste clara en mi memoria.

Al final di con el color. Y Sor Coro respiró aliviada cuando contempló que la naturaleza pintada de los niños huía por fin de la anarquía que yo había estado proponiendo.

No cuento esto para manifestar el nerviosismo mental a que nos lleva el aprendizaje de lenguas diversas. Al contrario: así se aprende, equivocándose y empezando de nuevo. Y ojalá supiéramos todos muchas lenguas, y hubiéramos pasado, sin violencias, por muchas situaciones parecidas.

Lo cuento como ejemplo de aquella España en la cual, alguien que trabajaba en Barcelona no pensaba siquiera en la posibilidad de que un niño catalanoparlante reconociera el amarillo como groc (¿a quién podía ocurrírsele? Jamás a una palabra tan corta le correspondió una tan larga). Esa España (que a veces parece que vuelve) en que era impensable que nadie hablara en su casa en una lengua que no fuera la del Imperio.