(He estado literalmente ausente en estos dias, de vacaciones, lejos de casa. En cuanto llegue, en fecha proxima, podre visitaros como acostumbro. Os dejo la siguiente entrada desde el norte. Disculpareis esta breve introduccion desde un teclado sin acentos…)
Lo bueno de la crisis es que sirve para desmontar tópicos. El tópico por ejemplo de que las izquierdas gestionan mal: no hay más que ver lo que está ocurriendo en Valencia, donde lleva tantos años gobernando el Partido Popular, o la forma en que el gobierno central está gestionando la crisis.

Otro tópico que cae por su propio peso: el de que lo público es de peor calidad. Ahí está la sanidad pública española que durante muchos años ha sido de las mejores del mundo. Compárese, ya puestos, con la sanidad norteamericana, ejemplo de sanidad privatizada y que nunca ha descollado por su excelencia. Al contrario.

Estas dos lecciones no deberíamos olvidarlas nunca, y menos en plena tormenta de mentiras con que nos inundan.

Hace unas semanas estuve cenando con unos amigos y hablábamos de estos temas. Llegamos a una conclusión: el estado español ha funcionado muy bien en muchos aspectos durante muchos años. Era lícito que nos sintiéramos orgullosos del Estado del Bienestar del que gozábamos. Sólo ha habido una cosa que no ha funcionado nunca, de la cual se han derivado todos los males: la justicia. La justicia española ha sido siempre un desastre. Es decir, la justicia española ha sido siempre básicamente injusta (por muchos y diversos motivos que muchos sabrán analizar mejor que yo). No es necesario poner ejemplos: todos recordamos ladrones confesos que pasaron en el mejor de los casos seis meses en la cárcel (si es que la pisaron), leyes que se modificaron oportunamente cuando interesó a los políticos o incluso jueces silenciados.

El resultado es que perdemos lo bueno que teníamos y lo malo se fosiliza. Pero como mínimo, no vayamos a creer las mentiras que nos cuentan. Sería nuestra peor derrota.