Un día me trajo su novela y me dijo que me la regalaba con la condición de que fuera sincero cuando se la valorase. Llegué a casa y abrí la novela del señor Roca, agradablemente editada y sufragada por él mismo. Contaba las aventuras de una chica, muy guapa y muy rubia. La historia estaba narrada en tercera persona. De hecho, la novela empezaba con un inequívoco: “Ella se apeó del coche” o algo parecido.

A la página siguiente y sin previo aviso modificaba el punto de vista. Así, de sopetón, lo que había sido “Ella se apeó del coche” se convertía en “Una vez hube salido del coche encendí un cigarrillo preocupada”.

Miré el libro. Aquello era ser valiente. Lo primero que pensé es que se había propuesto ir alternando la primera y la tercera persona a lo largo de toda la novela. Así que busqué si el juego de narradores se iba repitiendo en páginas posteriores, y creí atisbar que no. El resto de la novela estaba contado en primera persona. Me acordé del mítico, extraordinario, inicio de Los cachorros, de Vargas Llosa (“Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat”) y me sorprendí gratamente al comprender que esa novelita había inspirado hasta ese audaz punto a mi buen y nuevo amigo, el señor Roca.

Dejé la lectura para más adelante, pensando que me encontraba ante una obra valiente, que se disponía a romper los convencionalismos narrativos. El siguiente día en que me encontré con el señor Roca no pude evitar comentarle su recurso:

– No he leído más que dos páginas – le dije – Pero me sorprendió mucho tu osadía por lo del cambio de narrador.

Puso cara de no entender nada.

– ¿Qué quieres decir? – me preguntó escamado.

– Lo de empezar en tercera persona y, al párrafo siguiente, pasarte a la primera.

Su cara era un poema.

– No sé qué quieres decir – admitió.

Yo no salía de mi asombro.

– Hombre, no me fastidies… Empiezas la novela en tercera persona, contando la historia desde fuera, Ella se apeó del coche y todo eso, y al párrafo siguiente es la chica quien nos la cuenta, ya en primera.

Palideció ligeramente.

– ¿Yo he hecho eso?

No daba crédito. Se supone que una novela se corrige, se mira, se remira, se tienen en cuenta estas cosas.

– Hombre, Roca, la has escrito tú, no me fastidies. No me digas que no te diste cuenta.

Negó, ante mi estupefacción general. ¿Es posible que alguien que escribe una novela no se dé cuenta de que el párrafo inicial es total y radicalmente diferente al resto? Evidentemente no pude esperar a acabar los otros libros que estaba leyendo. A partir de aquel momento todas las prioridades se conjugaron en la novela del señor Roca. Queda mal decirlo, pero no pensaba en otra cosa que en los otros dislates que pudiera haber cometido.

No había más. No de tanto peso, al menos. La novela era una historia de aventuras de ciencia ficción sobre mundos subterráneos y razas de extraterrestres que viven bajo la capa de la tierra. Nada que objetar: no hay argumentos buenos y argumentos malos. El problema estaba en la forma de contarlo. Por un lado la protagonista era una enciclopedia viviente, lo cual no facilitaba la verosimilitud de los diálogos. Alguien le decía:

– ¿Qué es este mundo subterráneo en el que nos encontramos?

Y ella respondía:

– Se trata de Shambalah, un reino mítico escondido en las montañas del Himalaya. Existe una localidad llamada Śambhala entre el río Ganges y el río Rathaprā. Otros identifican la Shambhala mítica con la localidad llamada Sambhal, en Moradabad. En el Bhagavata-purana, del siglo X d. C., dice que el sabio Śukadeva Goswāmī, etc etc etc.

Es decir, la protagonista se expresaba como si estuviera leyendo de la Wikipedia (que es de donde yo he copiado el fragmento anterior).

Y luego había otra cosa que me resultaba encantadora. La protagonista, muy joven y muy rubia, no podía pasar delante de una fuente, piscina, río, mar o charco de agua. El impulso era más fuerte que ella misma. En esos casos, siempre, sin distinción, se deshacía de la camiseta ajustada y los ceñidos vaqueros, y entraba en el agua dejando que ésta acariciase sus pechos y la desnudez sugerente de su cuerpo. Si tenía algún mozo al lado, ambos hacían el amor apasionadamente,  obviamente acariciados por las aguas, y se dejaban llevar por la pasión embriagadora. Le gustaba nadar desnuda, bucear, y el agua siempre dibujaba el contorno de sus senos y los modelaba. Yo iba leyendo la increíble historia: en cuanto me topaba con la palabra agua, río, o cascada, ya sabía que la tía se iba a quedar en pelotas de un momento a otro.

No hay una voluntad censora en lo que he contado aquí. Sólo la voluntad de provocar una sonrisa con una novela que a mí me provocó muchas. El señor Roca no se llamaba, naturalmente, señor Roca, pero la anécdota es totalmente verídica.

De todas formas yo prefiero siempre las malas novelas a las malas intenciones. Y creo que abundan más las segundas que las primeras.

(Justo es reconocer que uno tiene también amigos que escriben muy bien. Como Isabel Martínez Barquero, del blog El cobijo de una desalmada, que en estos días está por presentar su volumen de cuentos Linaje oscuro. La vida está llena de contrastes. Si queréis saber más sobre la obra de Isabel os remito a su entrada.)