En mi entrada de año nuevo deseaba los buenos deseos típicos y añadía otro más:  “la conciencia para saber ver siempre la felicidad cuando ésta decide hacernos una visita. Y acomodarla, para que se quede el máximo tiempo posible”. No era una manera agradable de poner punto y final a un post sino que partía, ese deseo, del convencimiento de que la gente se pasa media vida buscando la felicidad y no sabe apreciarla más que a posteriori.

Creo que hay mucha gente a la que esto le ocurre. Particularmente me parece la mayor desgracia imaginable: algo así como que te esté tocando la lotería cada tanto y no seas consciente de que tú tienes el número premiado tarde tras tarde.

Siempre creí que la felicidad, sobre la que tanto se ha escrito y que tantos lugares comunes ha generado, parte de una actitud mental, por lo menos la felicidad humana (los animales también son felices a su manera, pero seguramente lo son sin darse cuenta). Los humanos queremos darnos cuenta, observar la felicidad, sentirla. Uno no puede darse cuenta de que es feliz si no se observa, si no se mira, si no se analiza. Uno no puede darse cuenta si no es capaz de decirse, ni que sea mentalmente, qué bien la vida y qué bien este momento. Naturalmente aquí entrarían todos los tópicos que son válidos: mejor fijarse en un placer inmaterial, quizá estético, quizá afectivo. El camino de la felicidad pasa por la conciencia, pero es un camino espiritual.

Nunca me planteo si soy feliz, porque entiendo que el tema no es ese. Nadie es feliz al cien por cien todo el tiempo. La felicidad no es eso. La felicidad es un regalo íntimo (que es posible compartir), pequeño, instantáneo. Una ráfaga. Siempre me acuerdo de la metáfora que usó Quevedo para referirse a las carcajadas de la muchacha que amaba: “relámpagos de risa carmesíes”, dijo. La felicidad es algo parecido, un relámpago, la risa, el color…

Cuando me asomo a un blog que, sin saberlo, brinda por la felicidad, o hace ese tipo de acercamiento a la vida, me siento contagiado. La felicidad se contagia, porque es una actitud. Recuerdo alguna entrada de Reyes que me gustó mucho, porque se expresaba en ese mismo sentido, alguna también de Ana donde hacía una valoración de la vida de una forma muy sintiente. Emejota, de Otoño casi invierno, se ocupa muchas veces del tema, con una sensibilidad de mujer lista y que vive dándose cuenta. Ella misma, Emejota, publicó hace unos días una entrada ilustrativa sobre el tema.

Os confesaré una cosa… Siempre me refiero a la felicidad como si de una visita se tratara. Como si fuera una mujer, a la que obviamente llamo Feli, que se me aparece en algunos momentos. Voy por la calle y, nada, un instante, y tengo esa certeza. Soy feliz. Por esto, por lo otro, por nada. Me siento feliz. Es un instante. Y entonces me detengo y sé que se me acaba de aparecer Feli.

Y lo dejo ahí, porque lo mismo que el Chollo tenía su Antichollo, Feli tiene una hermana perversa y fea que también se aparece a ratos, y a la que otorgo nombres diversos (Angustias en ocasiones, Dolores otras). No, no hablo del dolor de verdad. Ese no admite juegos. Angustias o Dolores, o como la queráis llamar, no es otra cosa que el fastidio universal que a todos nos alcanza en algunos momentos. La vida triste y aburrida que se impone en ocasiones.

Feli, en cambio, es mucho más agradecida. En lenguaje de ahora diríamos que es una tía que da buen rollo. Porque es sencilla como una margarita, pero esconde en sí todas las potencialidades de la vida romántica.