Quienes llevamos ya unos años en la blogosfera sabemos perfectamente de la incomodidad de esas personas que, la mayoría de forma anónima, se dedican a molestar al prójimo.

Cuando me he quejado de algún comentario ofensivo anónimo, siempre me han saltado a la yugular con el mismo argumento: que quién fue a hablar de anonimias, uno que firma como EastRiver ni más ni menos. Hombre, ese argumento es cierto a medias. Cierto que no pongo aquí ni mi rostro ni mi apellido, y que por tanto podría decirse que me escudo en un cierto anonimato. Que no soy el más adecuado, pues, para meterme contra quienes insultan o molestan anónimamente por internet. Pero servidor no se dedica a molestar, por lo menos no es mi intención. Y por otro lado, esconderse detrás de un nick no es exactamente lo mismo que esconderse a secas: he quedado con mucha gente, hablado por teléfono o mantenido correspondencia con muchos otros, algunos tienen mi teléfono, mis datos. Todos ellos, y algunos más, pueden dar fe de que existo y de que nada de lo sustancial que cuento es inventado. Un nick no es anónimo; no en mi caso. No es siquiera un heterónimo, sino un pseudónimo por motivos personales.  Aunque firme como EastRiver jamás lo he hecho anónimamente.

He descubierto recientemente cómo se llaman los visitantes anónimos que se dedican a molestarnos e incordiarnos: trolls.

Leyendo la prensa hace unos días descubrí la historia de un hombre que se dedicaba a insultarse a sí mismo en su propio blog. Es decir, ese “troll empleó dos pseudónimos diferentes para entablar una agria y malsonante discusión [consigo mismo y con otros] en uno de los ámbitos de participación de un periódico en línea.” Es decir, de un blog.

daliIndirectamente esto me ha hecho recordar una anécdota sobre Salvador Dalí, de las muchas que se cuentan. En su esfuerzo por hacerse un nombre, pensó que un pintor no era realmente alguien hasta que su propia obra había sido falsificada. Los falsificadores, de hecho, sólo se toman la molestia de falsificar los cuadros de los grandes. Ni corto ni perezoso decidió ponérselo fácil. Los contrató para que pintaran para él, para que inundaran el mercado de dalís falsos. Para que le falsificaran. Cuantos más falsificadores hubiera más se revalorizaría el prestigio, y ya puestos el precio, de su obra verdadera.