Ya expliqué en una entrada precedente mi aventura con el coche cuando iba a trabajar: volqué y se acabó el coche. A partir de aquel momento me convertí en asiduo de Cercanías Renfe, reconvertida luego en Rodalies, y lo que he vivido en todo este tiempo dentro y fuera de los trenes merece un libro o una película de las de ver crecer la hierba.

Trabajaba por aquel entonces en un pueblo de otra provincia, e iba y venía diariamente de Barcelona. Las clases comenzaban a las ocho, llegaba un tren cada cada hora pero no encajaban los horarios: para poder estar puntual a las ocho en el instituto tenía que llegar a ese pueblo a las siete y cinco. Lo cual significaba que tenía que cogerlo a las seis y cinco. Lo cual significa que tenía que levantarme… en fin. Hay que reconocer que tuve mala suerte.

El invierno era duro, intenso. Me refugiaba todas las mañanas en el bar de la estación y dejaba pasar los minutos, haciendo tiempo para empezar el trabajo. Leía y escuchaba las conversaciones de los trabajadores que en aquellos momentos estaban construyendo el AVE Madrid-Barcelona. Recuerdo que cuando los ministros de fomento de turno aseguraban que el AVE iba a estar listo para 2004 yo sabía que estaban mintiendo (efectivamente, no se inauguró hasta 2008). Me divertía observar a aquellos hombres que de buena mañana desayunaban lo que ellos llamaban, en su mezcla de catalán y castellano, una barrecha. Es decir, un vaso lleno de anís mezclado con coñac. Sutil brebaje que me hizo ver que era un milagro que no muriese más gente de accidente laboral y que en todas las cosas, la responsabilidad a veces es compartida.

Desde el bar de la estación hasta el instituto había unos veinte minutos a pie que podía acortar tomando un atajo: pasando por una vía muerta paralela al tren que desembocaba en la zona de atrás del centro. Con frío, sol, niebla o lluvia salía del bar a menos cuarto, me abrigaba bien y comenzaba a caminar con mi maleta colgada por aquella vía muerta. A veces me sobresaltaba un tren inesperado que pasaba por mi lado, pero no había más miedo. Llegaba, saltaba una pequeña zanja profunda y entraba en el instituto dispuesto a comenzar mi jornada.

Cuando lo conté a mi familia se llevaron las manos a la cabeza. ¿Por una vía muerta? ¿Seguro que estaba muerta de verdad? ¿No iba un día a arrollarme un tren inesperado? Les conté lo poco que sabía sobre la existencia de aquella misteriosa vía pero ellos, a pesar de mi seguridad, no quedaron convencidos. No hay como ser joven para sentirse fuerte.

Una mañana de lluvia intensa tomé mi atajo de todos los días, con la maleta en una mano y el paraguas en la otra. Estaba amaneciendo. Cuando estaba a medio camino, justo a medio, en ese punto terrible en que tienes tanto si vas hacia delante como si vuelves sobre tus pasos, tropecé con alguna piedra y me precipité de morros, largo como un día sin pan, en medio de la vía muerta. Me levanté cómo pude, lancé el paraguas destrozado en uno de los rincones y observé, con verdadero espanto, que no podía mover mi brazo izquierdo. Una sensación extrañísima y muy desagradable. Los futbolistas la experimentan cada tanto y hasta alguno se la repara él solo, pero está claro que yo no soy tan aguerrido. Lo segundo peor fue que tuve que decidir si volver sobre mis pasos o ir al instituto, ambas cosas a la misma distancia. Y lo tercero, comprobar que  la caída no sólo me había lastimado el hombro sino la ropa. Estaba hecho un asco, lleno de barro, con las gafas destartaladas, el brazo inmóvil, sólo en medio de una vía muerta, con el alba despuntando y sin paraguas. Volví sobre mis pasos y supe que debía dirigirme al centro de atención primaria del pueblo, que por cierto se encontraba en la otra punta. Cuando llegué a la carretera y comencé a caminar, no sé si llorando o sencillamente mojada la cara por la lluvia incesante, escuché que se acercaba un coche detrás mío. Me di la vuelta y levanté el brazo bueno, sabiendo que naturalmente no iba a parar. ¿Quién iba a pararle a alguien lleno de barro de la cabeza a los pies y mojado hasta los tuétanos?

Pues me paró ella. Otra salvadora en mi vida. Me abrió la portezuela y me preguntó si podía ayudarme. Me llevó, mirándome preocupada a cada semáforo, como si me fuera a desvanecer de un momento a otro. Me dejó a la puerta del centro y yo, antes de salir, le hice la pregunta inevitable. ¿Por qué me había recogido? ¿Cómo se había fiado de mí, con esa pinta terrible que traía? Me miró muy fijamente y me dijo algo que no he podido olvidar: fueron tus ojos. Los vi y supe que necesitabas ayuda.

Bueno, luego vino lo típico: la desagradable sensación cuando te colocan el hombro a sitio, las radiografías, los treinta días de inmovilidad, la baja, la rehabilitación tan dolorosa y pesada.

Me he preguntado muchas veces de qué forma miré a aquella chica, detrás de mis gafas ladeadas. Pero sí que he pedido una cosa, que espero que me haya sido concedida: la capacidad para saber leer los ojos de quienes te piden ayuda, y estar luego a la altura.