No sé si he contado, o quizá he soñado que contaba, que uno de mis pueblos está encaramado a lo alto de una montaña. La carretera no pasa por él. Circula por abajo, por el lado del río, y para subir al pueblo, y por tanto a mi casa, uno debe tomar un desvío que lo conduce, a través de cuatro quilómetros y medio de curvas, a lo alto. Mi abuelo recordó siempre cierta tarde (estoy hablando de la década de 1910) en que él, que era todavía niño, y su padre contemplaban desde las alturas del pueblo cómo las máquinas empezaban a remover la tierra ahí abajo, diminutas como hormigas. Su padre, bisabuelo mío, le dijo:

– La carretera que ahora empiezan a construir ahí abajo será un día la carretera principal. Ya nadie se acordará entonces de las rutas que conectan nuestros pueblos, estos caminos que nos llevan por lo alto de la montaña. Y entonces habrá alguien que se preguntará qué gente absurda construyó estos pueblos tan arriba, tan a desmano.

Yo fui ese alguien. Porque siendo niño no podía entender cómo alguien había construido sus casas tan arriba, tan lejos de la transitada carretera. Las palabras de mi bisabuelo, que me llegaron a través de los años, no hicieron más que confirmarme que muchas veces antes de hablar es mejor saber las circunstancias y conocer la historia.

El camino que sube a mi pueblo está actualmente asfaltado. Lo asfaltaron cuando yo era adolescente. Antes era una tremenda carretera de tierra más estrecha que ahora en que los coches, si se encontraban frente a frente, debían hacer malabarismos para no caer rodando por la cuesta hasta el río (¿quitamiedos? ¿existían realmente en los años 70? Desde luego no en una pista forestal). Ahora, asfaltada aunque ya con el asfalto gastado, no es que sea mucho más ancha. Pero por lo menos suavizaron también alguna curva.

El problema de mi pueblo es el de la mayoría de pueblos: actualmente es muy necesario tener coche para acceder a ellos. El coche de línea te deja abajo, al lado del camping, pero si no tienes coche propio no queda otra que subir los cuatro quilómetros y medio a patita. Yo los he hecho, claro. Parando a descansar cada tanto. Mejor: el tiempo andado, que es el tiempo humano, nos permite contemplar mejor el entorno.

De todas las carreteras del mundo seguramente la que os comento sea mi preferida. Es comenzar a subir y olvidarlo todo. Se mete por bosques, serpentea en curvas imposibles hacia arriba, hasta llegar a un leve llano en que se divisa al fin el campanario. Transitarla es como volver a ser niño. Es como que el tiempo no ha pasado, o mejor aún, como si subirla me ayudara a violentar el tiempo y una vez arriba fuera a encontrarme a mi abuelo, ese niño, sentado al lado de su padre, viendo como construyen abajo, como hormigas, la carretera por donde un día pasarán los coches.

(Subid conmigo… Como por vídeo las cosas no son iguales y los seis minutos de ascensión se harían seguramente interminables, he optado por acelerarlo cuatro veces: en lugar de subir a cincuenta, que es lo habitual, lo haremos a doscientos. Con la música de Toquinho, ya puestos.)