En ocasiones, la percepción directa de la obra de arte sirve para modificar la valoración sobre un pintor o un escultor.

Me ocurrió en New York. Allí visité cuatro museos: el Met, el Moma, el Guggenheim y la Frick Collection. El Met es impresionante, excelente la parte de Egipto y la antigua Grecia, también la parte de pintura clásica y de finales del XIX. Es un gran museo, como puede ser el Louvre, el British o los museos vaticanos.

El Moma, según mi humilde criterio, vale la pena especialmente por la pintura de finales del XIX y principios del XX, un complemento perfecto al d’Orsay de París. Me gustó porque puestos a escoger una época, aunque me gusta mucho la pintura europea clásica, me quedo con el impresionismo, el postimpresionismo y todo lo que ocurrió en los años subsiguientes: Monet, Renoir, Pissarro, Seurat, Gauguin, van Gogh y también algunos posteriores como Matisse, Picasso, los expresionistas, la abstracción, Miró, Gris, Chagall, etc.

La Frick fue una sorpresa: un museo pequeño pero de enorme gusto, con mucha pintura clásica interesantísima. Y el Guggenheim, si dejamos de lado a Kandinski, me pareció todo él una enorme tomadura de pelo (odio el arte contemporáneo, mi límite se halla en las vanguardias y la abstracción de principios del siglo XX).

En NY, entre otras cosas, modifiqué mi opinión sobre dos grandes clásicos. Por un lado Van Dyck. Me parecía un pintor de gran perfección técnica pero que no lograba transmitirme con fuerza, o no me llegaba tanto como otros. Seguramente porque la mayoría de sus obras las había visto en láminas de libros. Un día, en el Met, me quedé absorto contemplando un cuadro suyo. Por primera vez me produjo la sensación de algo cuando te gusta mucho, eso que yo definiría como una comunicación estética. Es decir; lo descubrí.

El otro pintor sobre el cual cambió mi percepción fue Vermeer. Se produjo también este entendimiento que hizo que lo mirara de otra forma (aunque ya lo había podido disfrutar en Amsterdam). Unos años después me fijé en un detalle curioso: parece que muchos de los cuadros de Vermeer están pintados en el mismo lugar, la misma habitación. Le dediqué una entrada en mi blog anterior (la titulé Vermeer y la ventana).

Es curioso; mi cambio de percepción sobre la obra de Vermeer se produjo en la Frick Collection mientras contemplaba un cuadro atípico de este autor, y sin embargo, que me impactó notablemente. Una sirvienta entrega una carta a su señora, que la recibe con un gesto de sorpresa, quizá de preocupación. El gesto, la mirada de la sirvienta, da a entender que ambas mujeres comparten no pocos secretos. La sirvienta, lejos de ser un personaje secundario, se convierte casi en la verdadera protagonista del cuadro.

Vermeer y su amor por los actos cotidianos…

Leí hace un tiempo que la revalorización de Vermeer, con su colección de escenas íntimas, iba pareja al menor interés que despierta su contemporáneo Rembrandt, hasta hace poco el más valorado de los dos. Rembrandt presenta unas figuras llenas de energía, su pintura es de enorme intensidad. Es como si cada época valorase a los artistas que explican mejor el mundo al cual aspira. De todas maneras, a mí Rembrandt me ha gustado siempre (y probablemente su intensidad y contundencia es lo que necesitaríamos en estos momentos).

Finalmente de Rembrandt pude ver y admirar su sorprendente cuadro El jinete polaco (atribuido), que dio título a una novela de Muñoz Molina. Se trata de un misterioso cuadro en que el caballo, en los huesos y medio muerto, nos habla de los largos y duros trayectos que ha realizado el polaco que lo monta. Este misterioso cuadro ha generado disputas de historiadores del arte. Pero a quienes sabemos que el arte es como la vida, no nos extraña en absoluto.